sábado, agosto 16, 2008

In the dark, the knight


La aproximación de Christopher Nolan al mito de Batman supone un caso paradigmático de inferioridad auto-asumida pero renegada por parte de la pop culture (el cómic de justicieros, los blockbusters de verano), convencida de que para su tránsito hacia los estadios de respetabilidad de lo high el camino a seguir es la ocultación de las características propias, su naturaleza, en vez de responsabilizarse de ellas. Nolan se revela como el fan sentimental con una pasión demostrable hacia su objeto de culto (el buceo por las más grandes muestras gráficas de las aventuras del Señor de la Noche y la utilización de detalles puntuales en sus películas así lo prueba), pero equivocado en la forma de hacer esa admiración por los cromos de colores extensible a sus amistades ávidas lectoras de The New Yorker.

Un lugar común que van a ver muy repetido estos días: los Nolan haciendo por las películas de superhéroes lo mismo que Alan Moore y Frank Miller hicieran por los tebeos superheróicos en la década de los ochenta. Esto es, elevarlos, expandir sus límites (siempre en dirección hacia otros terrenos ya transitados -no inéditos-, ya sea la literatura, el noir o el cartelismo), darles un tamiz de respetabilidad que, se incide en esto, antes les era ajeno. Parece que, en efecto, esa es su más cristalina intención. Como es lógico, azuzada por la clausura extremadamente camp de la saga antes de su reinicio en 2005 y el hecho de que, un lustro antes de Batman Begins, Bryan Singer ya había dado el pistoletazo de salida para una convivencia armónica entre mamporros e intrigas con gabardina como reflejo sociológico en un subgénero que no parecía destinado a ocupar más de una nota al pie de página en la historia del cine (el dinero sepultado y generado en su día por Donner y Burton, un par de iconos -Reeves y Pfeiffer- y la consagración definitiva de Williams y Elfman) con X-Men, asentando luego la fórmula en una brillante secuela.

Incapaz de decidirse por la postura de Moore (incrementar el psicologismo, la complejidad referencial) o la de Miller (apuesta clara por el hard-boiled), Nolan opta por intentar darle una dimensión de plausibilidad a los elementos más tebeístico-fantasiosos, un nivel actoral de la más alta altura, una localización física y real alejada de los acartonados decorados de sus predecesores en la franquicia cinematográfica de Batman y sumar una constante acumulación de reflexiones morales subrayadas en recurrentes enfrentamientos dialécticos. En The Dark Knight lleva este último aspecto hasta un apogeo de one-liners de pomposa profundidad que articulan todo el elaborado entramado argumental a base de triángulos y subtramas paralelas de la película. Pese a que ya sabemos lo bien poco que molan los subrayados orales en determinadas ocasiones, la contundencia y elaboración del guión de Christopher y Jonathan es tan consistente (salvo algún que otro detalle que fluctúa entre lo chirriante y lo vergonzoso, como es el asunto de los ferrys; no ya sólo por su un tanto naïf desarrollo, sino por tratarse de un calco estructural de uno de los climax anteriores) que uno estaría dispuesto a pasar por alto el exceso de grandilocuencia si se viera respaldado por un trabajo formal a la altura. No es el caso. Nolan, Christopher, no es capaz de mostrar y desplegar los problemas morales de los métodos del héroe sólo mediante la imagen y tiene que recurrir de forma constante a las reflexiones en voz alta, debido a su propia desconfianza y falta de garra visual. Aparte de algún que otro momento aislado de brillante factura, como es el primer plano o el desenlace de la secuencia del hospital, la película desaprovecha la realidad física de Gotham para centrarse en la colectiva de sus habitantes y el devastador efecto de los ataques del Joker sobre sus voluntades.

De todas formas, dejémonos de tonterías. Eso son carencias cosustanciales a cómo se han configurado desde un inicio tanto esta película como la anterior. Nolan ha demostrado en piezas de cámara tan sutiles y elegantes como The Prestige que talento tiene, el problema es que parece que con la saga Batman intenta ir más allá de sus posibilidades reales. Para que las grandes ambiciones megalómanas salgan bien se tiene que ser un auténtico genio, un Kubrick o Miguel Ángel; en el momento en que el director de Memento sea consciente de sus limitaciones podrá llegar a posicionarse como uno de los directores más interesantes de Hollywood. Esquivando estas pegas inherentes a la personalidad detrás de la película, el principal problema de The Dark Knight, aunque no deja de estar relacionado con ellas, es la excesiva acumulación de momentos climáticos. Es encomiable que un tour de force de acción que pretende mantenerse de pie durante 150 minutos (sin ninguna set piece definida como tal más allá de la localización espacial) no achaque problemas de ritmo demasiado notables, pero pierde efectividad al no contar con ningún momento de respiro en todo el metraje. No es una consecuencia de esa sensación de "no hay tiempo para nada" que parece transmitirse constantemente (muy ayudada por la inusitada capacidad del Joker de aparecer de repente en cualquier lugar), pues hay momentos que parecen diseñados para dar las necesarias bocanadas de aire (la cena, la fiesta en honor de Harvey Dent) que van siendo desaprovechados uno tras otro. Solamente el Joker ledgeriano (en ningún caso una reinvención del personaje como se había vaticinado, pero sí una más que interesante variación respecto a la interpretación de Jack Nicholson) consigue para sí alguno de esos momentos: el mencionado final de la secuencia del hospital, con él precediendo a la destrucción absoluta, y cuando saca la cabeza por una ventanilla de coche en el único plano volátil de toda la película. Puede que se trate de la confirmación definitiva de que es este personaje el que más cómodo se encuentra en una función tan recargada y teatralizada como sus acciones para sembrar el caos.

+ Alvy Singer [I, II] · Casa Putas [I, II] · Noel [I]

domingo, agosto 10, 2008

Las cosas que lees


En otra de esas entradas vaporosamente reactivadoras del blog, tan sumido en la languidez impuesta por el poco eficiente aprovechamiento del tiempo y la procrastinación aguda, me dispongo a ordenar, aunque sea dentro de mi mente, algunas de las últimas lecturas concomitantes que he tenido estas semanas (mi tardío descubrimiento de cosas como Google Reader ha abierto ante mí un abismo de posibilidades que resulta fatal para cualquier dieta de blogocosa sostenible que pudiera proponerme).

Del descubrimiento vigalondiano de esa gran maravilla de la manipulación (postmoderna) del trastoque y ampliación de sentido a través de la sustracción que es Garfield minus Garfield (coherentemente alojada en un Tumblr, espacios creados sobre la ilusión de que cierto minimalismo efectivo se consigue simplemente eliminando cosas; cómo no, pueden acceder al mío a través del menú de la columna derecha, gracias) a ese gran e ingenioso videoclip de Keith Schofield para una de las verdaderas canciones del verano, surgen por todas partes interrogantes sobre la cuestión de cómo el borrado-ocultación de información (ya sea por desaparición de elementos o superposición de manchas censoras), según como se utilice, en vez de limar contenido puede expandirlo hasta nuevos niveles inéditos e inesperados. Y todo esto porque están reformando el portal de mi edificio y, limpio de muebles, cuadros insulsos y espejos de horteras marcos dorados, parece hasta un lugar habitable con 40ºC en el exterior. Se hacen cargo.

No, a lo que voy en realidad. La sustracción entendida como camino emprendido hacia una meta que es el vacío. Era eso. Sí, porque acabo de salir de las páginas de El imperio de los signos, imprescindible guía para leer la vida y sus fenómenos, y de darme un refrescante baño en su sentida apología de la desnudez del trazo. Un proceso de avituallamiento (¿maduración?) cultural del que occidente ha perdido la oportunidad y por el Japón actual sólo parece que le quede sobrevivir en estertores. Así, mientras Jordi Costa me deja encandilado con su lectura de Wall·E en clave de haiku y trazo ("esa cucaracha que se diría resuelta en una línea"), la aparatosa y extasiante ceremonia de inauguración de los Juegos de Beijing de Zhang Yimou no puede evitar cierto agridulce escozor en mis sobrecargadas retinas.

Pero también había algo más producido por esa revisión de las tiras de Jim Davis: la rememoración de los inmensos Peanuts de Schulz. Más concretamente, su lugar en el canon de educación sentimental para los que no leímos el Werther hasta entrados en la veintena; y ver que ahí ya estaba el embrión de sensibilidades desarrolladas después. O puede que de eso me acordara después ser asaltado por la Patsy Walker de Lafuente a través de ADLO! el mismo día que un poster de Kristen Stewart de rubia atisbado por ahí casi deja mi libido necesitada de una buena dosis de Prozac para volver a sonreir a la vida y los tatuajes en las nucas femeninas.

Bueno, obviamente exagero: esa misma noche ya estaba en disposición de acudir en inmejorable compañía a dejarnos deleitar por arpegios vocales de gran eficacia y contenida dulzura. Anni B Sweet (la de la foto unos cuantos párrafos más arriba, sí) se pasea así por locales madrileños sacando sin esfuerzo su poderosa voz por encima de toda fácil y reductora comparación; es mucho más que eso, y lo demuestra. En breve debería sacar disco con Arindelle Records, pero, mientras, no duden en buscarla a ella y su guitarra entre el humo de los bares. El folk también se degusta bien en verano, igual que al café se le echa hielo.