martes, marzo 25, 2008

Lo mejor de mí



Para que no pase como con las gloriosas La línea recta, En la ciudad de Sylvia y Yo, que han tenido que ser aquí elogiadas desde la recuperación doméstica y alternativa tras su fugaz paso por las pantallas de cine, desde ya les digo que vean Lo mejor de mí mientras se siga manteniendo en cartel (por lo menos en algún que otro cine de Madrid y Barcelona). No se arrepentirán y cumplirán con satisfacción su cupo de cine español en pantalla grande hasta que lleguen Los cronocrímenes.

Quizás lo fácil sería contraponer los dos grandes trabajos salidos de la ESCAC este año, la mediática El orfanato de J. A. Bayona y la "tapada" Lo mejor de mí de Roser Aguilar. Como STD es un blog que se vanagloria de su eclectismo audiovisual sin tapujos no hará excesiva leña de una película cuyo principal valor fue demostrar que se pueden seguir al dedillo las reglas de un género añejo sin necesidad de añadir remozados post-modernos (la experiencia de otro catalán, Collet-Serra, nos habla de lo peligroso que puede resultar esto último) y golpear bien fuerte en la taquilla (sobre todo si además se tiene el respaldo publicitario de un gran grupo multimedia detrás, claro); pero lo indudable es que quien sí merece tanto reconocimiento inmediato como un lugar destacado en el recuerdo cinematográfico de esta página es la opera prima de Roser Aguilar.



Es complicado y arriesgado seguir la herencia de Kieslowski en el mundo-cine acutal. Por una parte es tremendamente fácil asimilarla con deficiencias y centrarse de forma exagerada en cierto estilizamiento formal (ahí está el manierismo, a veces agradable y otras insoportable, de imitadores como Jeunet o Medem), por otra la pretenciosidad temática de abordar todos los resquicios del alma humana puede hacer saltar por los aires una obra en principio interesante (suicidado binomio Iñárritu-Arriaga) y luego está Danis Tanovic, que directamente lo que hizo fue invocar el espíritu del polaco para que intentara terminar su obra. Así las cosas, Roser Aguilar presenta el más sincero punto de unión con el espíritu kieslowskiano sin necesidad de fotocopiar à la L'Enfer. Su conexión no está en la exquisitez estética, no buscada pero algunas veces pretendida y hallada, ni en un supuesto retrato de profundidad psicológica a través de caras femeninas que piensan, reflexionan y sufren mucho, sino en alcanzar el epicentro del ideal representado por Irène Jacob en la última obra del polaco: el concepto griego de πάμφιλος, definitivamente desacreditado y devaluado en el mundo capitalista. Me perdonarán la pedantería, pero no veo forma mejor de describir la raíz etimológica de pánfilo, aquel que quiere a todos, el bondadoso sin connotación negativa o paternalista. Ideal que transmuta su personificación sin despeinarse el compartido flequillo de Jacob a Marian Álvarez (interpretación premiada en Locarno) con una gracia portentosa.

El dilema ético-sentimental retratado en Lo mejor de mí es lo de menos, como cabe esperarse. Lo que importa son los detalles intrascendentes del día a día de Raquel y su sincera fe en el Amor Absoluto entendido como Entrega Absoluta. Un sentimiento tan puro y sencillo como la propia película, que no decepciona con momentos lacrimógenos o subrayados innecesarios (el propio proceso del transplante de hígado, el punto hacia el que en teoría se orienta toda la historia, es ejemplar en este sentido... mientras inexplicablemente la Cahiers española no duda en elogiarla pero señalando unas reticencias telefilmeras que yo no le veo por ninguna parte, más allá de la procedencia de algunos de sus intérpretes), y que termina de forma concluyente cuando y como tiene que hacerlo. Raquel presenta una convicción de hierro ante su pureza sentimental y, una vez realizada la entrega, ya no tiene sentido que siga amando. Es lo que pasa cuando sólo se persigue un ideal y no se tiene en cuenta que para alcanzarlo hace falta contar con algo tan imperfecto como los seres humanos.

viernes, marzo 14, 2008

Yo canto a la mañana que ve mi juventud

Con el considerable revuelo interneteril producido por la votación popular para elegir al representante español de este año en Eurovisión (de cuyo resultado el mejor analista ha resultado Noel, sabiendo ver a la chorrada como epítome de la propagación viral por internet, lugar de donde procedieron mayoritariamente las votaciones a un programa de televisión que ni siquiera fue lider de audiencia en su franja), me sorprende que entre los descontentos con el resultado no se haya rescatado la genial película de Iván Zulueta de 1969.


Un, dos, tres, al escondite inglés fue concebida como revulsivo cómico y ye-ye frente al triunfo de Massiel el año anterior en Eurovisión con el "La, La, La" (como pueden ver, muy pocas cosas han cambiado si 40 años después es "Chiki-Chiki" la canción enviada; como en el inexistente tránsito del s.XVII al s.XIX, seguimos siendo la misma España) en el programa favorito de la familia Franco, y supuso todo un despliegue creativo para Zulueta, encargado de la dirección y los decorados mientras improvisaba día a día de rodaje el guión junto a Jaime Chávarri y José María Íñigo. Seguramente muchos fans de La Casa Azul se sientan identificados con sus popperos protagonistas, que no están dispuestos a consentir que España se presente al festival de Mundocanal con la insufrible canción aquiescente con el Régimen seleccionada y, para evitarlo, se dedican a eliminar uno a uno a los grupos encargados de interpretarla. Más allá de esta oportunidad para que desfilen por la pantalla con su propio video-clip unos cuantos grupos del momento (Shelley y la Nueva Generación, Los Buenos, Los Íberos, Los Pop Tops, etc.) y grandes momentos para el recuerdo antológico del cine español, la película es toda una cascada de situaciones delirantes e inconexas, actuaciones alocadas, estética psicodélica y construcción de ideales decorados pop que no tardan en ser destruidos (Zulueta juntando la admiración con la crítica al exceso, binomio que tan bien conocía tras su paso por el legendario Último Grito). Cercano al desenfado de Richard Lester en sus películas con los Beatles y con una pizca del experimentalismo pop de William Klein, esta película también puede ser un consuelo ideal para los decepcionados con la deriva hacia el humor chusco e imbécil por parte de El Terrat, cuyo único aliciente restante es ver a Silvia Abril (la Amy Poehler patria) descoyuntándose en Belgrado.