domingo, marzo 25, 2007

I'm sweating like a rapist


Sorprendido y entusiasmado ante la solidez de la propuesta de Hunter Richards en su opera prima, London (2005), crónica de una fiesta nocturna en un apartamento de lujo de Nueva York. Allí tiene lugar la fiesta de despedida de London, chica a la que su ex Syd está dispuesto a recuperar. Aunque realmente lo que hará durante la mayor parte del metraje será encerrarse en el cuarto de baño y esnifar mientras habla con Bateman, el ejecutivo inglés al que ha comprado la cocaína y reclutado como apoyo moral. Por lo tanto, tenemos toda una narración totalmente centrada en una prolongada y estructural digresión y algún que otro flash-back.

El problema de películas tan petulantes como Sideways es que en su ambición de hacer cine "a la francesa" se dejan la honestidad y lo natural por el camino. Esto no ocurre con Richards, que no tiene ningún problema en dejar a sus personajes hablando todo el rato sin parar y sin cambiar prácticamente de un escenario repleto de espejos para dar jugo a la puesta en escena —y encuadrar sobre ellos los reflejos de los personajes como si de rayas de coca dispuestas a ser absorbidas por el climax final se trataran—. Pese a una muy notable estructura teatral en estos cimientos, hay que señalar que estamos ante un guión escrito para el cine, no ante una adaptación de filmación rutinaria y basada solo en el lucimiento de sus intérpretes. No quiero decir que títulos como Hurlyburly o Glengarry Glen Ross no tengan valor, nada más lejos, pero es encomiable que London no necesite de esa base que algunos parecen exigir para justificar su minimalismo escénico y argumental.



La película tampoco se esconde detrás de un casting impostado de seriedad. Trío protagonista: Chris Evans, Jason Statham y Jessica Biel; ¿no parece precisamente una reunión all-star de intérpretes del método, verdad? Pues cumplen a la perfección —bueno, unos cuantos ya sabíamos todo lo que vale Statham, pero por si acaso confirmamos que no le hace falta pegar tiros ni dar patadas voladoras para demostrarlo—, quizás, conscientes Evans y Biel de sus carencias, con más naturalidad y empeño del que pudieran poner un Sean Penn o Paul Giamatti ya ciegos de reconocimiento.

Al igual que Lodge Kerrigan con su fascinante Keane llevaba con guantes de seda las propuestas de los hemanos Dardenne al ecosistema cinematográfico norteamericano, aquí Hunter Richards tienta senderos ya muy transitados y de forma insuperable, por un buen número de realizadores franceses —no me hagan citar los nombres de siempre—. Las conversaciones-confesiones se suceden acerca del amor, las relaciones, los celos, el sexo y Dios, profusamente regadas por una gran cantidad y variedad de drogas, tanto legales como no. Otro punto fuerte de esta gran película es la total ausencia de posicionamiento moral en ese consumo contínuo, sino un simple y naturalista retrato de la forma de socialización, sin justificaciones moralistas de comportamientos, finales redenciones de catequesis o denuncias objetivas.

Ya que gente tan incomprensiblemente respetada como Roger Ebert —que en mi opinión siempre incluye en sus textos todos y cada uno de los peores defectos que puede haber en una supuesta crítica cinematográfica, algo así como nuestro patrio Oti R. Marchante— no parecen haberse enterado muy bien de lo que va el asunto, he creído conveniente y necesario reivindicarla, aunque me parece que todavía no ha sido estrenada por aquí y desconozco si está previsto hacerlo. En cualquier caso, merece mucho la pena.

viernes, marzo 23, 2007

extracciones #3

Bloch caminaba junto a la chica, pero no lo hacía como si quisiera acompañarla o la estuviera acompañando. Al cabo de un rato la tocó. La muchacha se detuvo, se volvió hacia él y le abrazó tan apasionadamente que él se asustó. El bolso que llevaba en la mano que le quedaba libre le pareció durante un segundo más íntimo que ella misma.

· Peter Handke, El miedo del portero al penalty, 1970
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A veces uno vuelve a escuchar música que hacía tiempo que no oía y se da cuenta de cómo ahora es cuando, inconscientemente, más acompaña su vida. Sigo con el revival Suede, Mira las niñas van cantando shalalaralalá

domingo, marzo 11, 2007

Otro post sin contenido claro

Algunas cosas de aquí y allá. Mi propia conciencia me impedía estar más de un mes sin relajarme con la interfaz de publicación de blogger y su dualidad de colores azulanaranjados. Demasiado tiempo alejado activamente de la blogosfera, y sin tiempo para hacer un myspace en condiciones que me permita ligar con popperas fans de Blur y poder añadir como amigos a todos los garitos cool de Madrid, hacen que retome la escritura de manera un poco anárquica hoy mismo. Eso, y que también podía tentar a la suerte y hacer coincidir mi vuelta mensual con la de MariPili —si piensan que ya es obsesivo que la linke por tercera vez en tan relativo poco tiempo, estamos de acuerdo; pero cada vez que lo he hecho ha aparecido por aquí, así que la mitomanía me sirve de excusa—. Pero bueno, vamos ya sin más dilación con algunas de las tags de este post: libertad, mentira, chicas de los años sesenta, entusiasmadas hipérboles valorativas...



Una de las cosas que más valoro en una película suelen ser esos momentos en los que es posible palpar físicamente la libertad del autor o de la propia obra respecto a lo que se espera de ella —situaciones en las que, con mi habitual gusto por las imágenes combinatorias de lo obvio y lo obtuso, considero que es cuando "respira" un film—. Es otra forma de metalenguaje, el gusto por la digresión, de Howard Hawks a Jim Jarmusch, ejemplo reciente y en cartelera en el costumbrismo crítico-social de The Host de Bong Joon-Ho, por ejemplo, supone un alejamiento claro de la ficción y la narración que deja desnudos los mecanismos de ambas. También hay otras formas, tradicionalmente menos valoradas por asociarlas de forma directa y sin ocasión para la reflexión a lo que se debe considerar "una mala película", como el desvarío argumental y los bandazos narrativos siempre que se comparta su disposición —lo que ya saben que depende principalmente del día que tiene uno y de la agudeza de sus filias-fobias—. Pero en el caso de la cineasta checa Věra Chytilová no hay posible discusión: su cine son 24 imágenes de libertad por segundo. Pocas películas hay como Sedmikrasky (Las margaritas, 1966), un canto a la libertad en todas sus expresiones, formal y artística, con su buena dosis de feminismo y estética naif. La imposible sucesión de andanzas, cambios de escenario y diálogos desubicados de sus dos protagonistas sirven de base para la experimentación audiovisual de la directora con las texturas y los colores, la yuxtaposición de imágenes y el jugueteo con el sonido en la elaboración de una obra total. Toda una joya de la nueva ola checa de los sesenta, apasionante movimiento mucho menos citado y recuperado de lo que merece.

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Pero si hablamos de obras cinematográficas totales, cerradas sobre sí mismas y a la vez abiertas al mundo entero, recargadas semánticamente y, sin embargo, ligeras y etéreas en su falta de ataduras, válidas tanto para el análisis semiótico constante de sus mecanismos y representaciones como para ser proyectadas hipnóticamente sobre la pared de un pub conceptual y embelesar a los asistentes —que giran la cabeza y dejan de mirar a la chica con flequillo y minifalda del guardarropa— con la fuerza de sus imágenes, ahora mismo hay una cita más que ineludible en la cartelera* [*- en realidad, es posible que si ud. no vive en Madrid o Barcelona esta última constatación no sea exacta], y me refiero a Inland Empire de David Lynch. Para decirlo sin tapujos, una obra maestra, catedrálica y tan densa y reflexiva sobre la naturaleza del cine desde el cine como solamente lo había hecho hasta ahora Godard, pero sin abandonar el universo negro y grotesco que le es propio al creador de Twin Peaks. Siguiendo con el simil, no es muy descabellado considerar Inland Empire como la propia Histoire(s) de Lynch, una celebración de toda su obra y universo que no para de plegarse sobre sí misma. Las puertas de entrada y de salida presentes en Blue Velvet, Lost Highway o Mulholland Drive aquí se multiplican y expanden a través de pantallas de televisión, puertas de habitaciones oscuras, teléfonos, agujeros quemados en telas, pantallas de cine y lágrimas sin secar. El coqueteo con la inasibilidad, la sucia y horrorosa textura barata de la cámara digital utilizada para rodar la película —quizás su única mota, perder la grandeza visual y cromática de sus obras anteriores, pero perfectamente ajustada y consecuente con el contenido de esta— sirven para hablarnos una vez más del poder vampírico de la representación, desde la tradición oral de las leyendas gitanas hasta la gran mentira industrial del cine. Laura Dern está fantástica como la musa histéricamente perseguida por la cámara lynchiana y núcleo absoluto de la acción en una efectiva aproximación a la máxima de que todo lo que se necesita para hacer una película es una chica y una pistola un destornillador. Godard de nuevo, y también Suede: "So in a hired world she will buy a gun".

En definitiva, un monumento al mal rollo corporal que se mantiene durante casi sus tres horas, de una totalidad conceptual presumiblemente inasible pero rica en circunvalaciones deliciosas y estimulantes, imágenes capaces de desgajar retinas y fusiones carnosas entre multiversos a la que aún se le puede sacar mucho jugo teórico. A falta de verla unas mil veces más, una obra contundente y, por derecho propio, de las más rotundas catedrales cinematográficas del s.XXI.

Por cierto, no me puedo resistir: si hablamos de cine sin ataduras y libertad...