lunes, enero 29, 2007

Los Otros

No crean que Volver y AzulOscuroCasiNegro han sido las únicas buenas películas de la cosecha española de 2006, sólo son las que se han llevado el premio ese de pintura tan feo y poco práctico —ya me dirán ustedes donde se mete eso, que ocupa que no veas y además acaba en puntas de las que duelen—. Además de una de las mejores películas de Almodóvar y la estupenda y eficiente opera prima de Sánchez Arévalo, contra las que no tengo nada que objetar, el año pasado ha sido una fuente de grandes películas que, salvo algún que otro caso, ni siquiera han sido nominadas por la Academia para concursar en su particular guateque-piñata anual que cada vez se parece más a esas fiestas a las que solamente van los viejos conocidos de siempre que encima no se divierten. Estas son algunas de ellas, en las que una constante se repite: en los casos en los que no son operas primas, se trata de directores que aún no hace mucho que presentaron la suya. Relevo generacional lo llaman algunos, regeneración necesaria otros; un servidor prefiere considerarlos unos deseados antibióticos que para surtir efecto merecen todo nuestro apoyo.


· Lo que sé de Lola, Javier Rebollo — No me canso de recomendar este ejemplar trabajo de inmersión en la teoría y praxis bressonianas para hablar de la incomunicación, la inmigración, el desarraigo, la interdependencia emocional y esas cosas tan europeas, urbanas y de siglo XXI. ¡Que el hecho de que el director haya sido nominado a Mejor Dirección Novel no os eche para atrás!

· Ficció, Cesc Gay — Esta también es una película de silencios, pero en vez de estar ambiantada en un París anónimo como la anterior, respira los espacios abiertos de la Cerdanya en contraste con el ensayo de una relación enclaustrada. Eduard Fernández vuelve a demostrar que es el mejor actor español del momento y que hay canciones de Nick Cave que suenan de maravilla viajando en coche.

· Mujeres en el parque, Felipe Vega — Felipe Vega es un as en la dirección de actores y escritura de personajes tan reales, cercanos y obtusos como los que pueblan las fábulas morales de Rohmer. Continúa con su homenaje al mejor cine francés cambiando las lujuriosas playas catalanas de Nubes de verano por un Madrid y barrio de Retiro grises y lánguidos, adecuado escenario para un drama contenido y sin estridencias.

· Remake, Roger Gual — Seguimos con los afrancesados, y en este caso uno de los directores de Smoking Room se fija en Desplechin para retratar un cisma generacional de esos que tanto juego dan para los diálogos punzantes y cínicos, los personajes soñadores y los descreídos, la factura de la responsabilidad y los conflictos en segundo plano que no desaparecen pero se resisten a estallar.

· Honor de cavalleria, Albert Serra — Integrada en la corriente internacional de cine mínimo, formalmente imperfecto, con acentuación de lo atmosférico y lo eventual y, sobre todo, muy libre [Abbas Kiarostami, Claire Denis, Tsai Ming-Liang, Gus Van Sant 3.0, Lisandro Alonso...], es posible que, precisamente por su rareza y apocrifidad, sea la mejor adaptación cinematográfica de la mayor leyenda e icono de la literatura española... al margen de lo que se cuenta en el libro, y en catalán. Una apuesta conceptual irresistible.


· Bosque de sombras, Koldo Serra — Cambiamos al universo del mejor Peckinpah para la opera prima-homenaje de Koldo Serra, que además de demostrar un gran talento para la dirección y la creación de tensión y ritmo cuenta con un reparto internacional en estado de gracia. Una ejemplar carta de presentación, que si bien se puede pensar que se asienta demasiado en sus reconocibles inspiraciones genéricas, lo hacen tan bien y tan conscientemente que es todo un disfrute.

Y la cosa no acaba ahí. No paro de leer cosas buenas sobre La noche de los girasoles (Jorge Sánchez-Cabezudo) y The Birthday (Eugenio Miras), además de también tenerle echado el ojo a La leyenda del tiempo (Isaki Lacuesta), El ciclo Dreyer (Álvaro del Amo) e incluso a Dies d'agost (Marc Recha). Con toda esta cantera de jóvenes realizadores, más los que no han estrenado este año pero que siguen —o al menos lo intentan— estando ahí, el futuro del cine español debería estar en buenas manos. Otra cosa es que la propia industria y el público no sepan verlo.

viernes, enero 26, 2007

The Prestige

Christopher Nolan ha ido construyendo su respetable filmografía con gran acierto y habilidad para salir del cine independiente y combinar suavemente los empaques industriales de Hollywood con el respeto por sus propias constantes temáticas y preocupaciones narrativas. Ahí están, desde Following hasta Batman Begins, toda una serie de personajes protagonistas marcados psicológicamente por anómalas obsesiones cuasi-neuróticas. Aunque desde su aclamado y siempre citado thriller amnésico trabaja apoyado sobre material ajeno, ha elegido cuidadosamente el terreno más apropiado para su calzado: un intenso y frío thriller noruego de Erik Skjoldbjærg y el superhéroe clásico más oscuro y poliédrico de Bob Kane. La adaptación de la novela The Prestige del inglés Christopher Priest no es sino un acertado paso más en esta constante, un relato steampunk de la rivalidad entre dos magos victorianos obsesionados con su truco de teletransportación. Si bien en los dos casos anteriores por diversos motivos los resultados finales de las películas habían estado por debajo de las expectativas y posibilidades de los proyectos (sobre todo en el caso de Batman Begins), es justo decir que con The Prestige ha conseguido una obra a la altura de Memento.

Spoileración somera cf. James Bond no muere
En la novela de Priest quedan claras las fijaciones de unos protagonistas retratados a la perfección tanto por sus orígenes sociales como, sobre todo, sus distintas formas de afrontar el arte de la prestidigitación. Una de sus cualidades más notables eran los diferentes puntos de vista a través de los que se narraba la historia, mediante los diarios escritos por ambos Borden y Angier y que esconden algunos de los mejores trucos guardados por Priest —además de una cita evidente a la estructura de Drácula, que Nolan traslada a lo visual en un brillante ejercicio de transformación de un homenaje literario a uno de los libros más seminales en un homenaje cinematográfico a la tradición fílmica a la que también dio lugar—, y el trabajo de adaptación llevado a cabo por Nolan y su hermano Jonathan ha sido muy cuidadoso en este aspecto. Lo cierto es que toda la estructura narrativa de la película es un prodigio muy calculado y mostrado de forma nada efectista, como un motivo más de disfrute ante la sucesión de imágenes y distintas líneas temporales. Hasta tal punto que el guión de Christopher y Jonathan Nolan es el valor más sólido de la película, trastocando aspectos significativos de la novela pero siempre desde la clarividencia y acierto que provocan la sentida admiración y respeto por el original, lo que hace que todos los cambios encajen perfectamente en su esencia y no resulten extraños al lector que ahora ve cómo se ha puesto la historia en imágenes.

Si bien el original literario cuenta con un par de líneas narrativas más que añadir a su estructura y mayor ambigüedad a la hora de clarificar la técnica de Borden para realizar su truco —queda simplemente sugerida para que el lector la asuma en base a lo mostrado acerca del personaje—, Nolan la confirma, explicita, y hasta adelanta con la explicación por parte de Michael Caine de un análogo truco con canarios. Esto es algo a señalar, la película apuesta mucho más por la explicitud en ciertas secuencias, como la ya consabida ronda de flash-backs finales que puede empañar ligeramente la por otro lado catárquica experiencia de ver una adaptación en imágenes del libro que, por sus imprecisiones y variaciones, se antoja modélica y con personalidad propia. Creo que nunca había disfrutado tanto con la película de una de mis novelas favoritas desde una epifánica proyección de Il Gattopardo.

Aquí los spoilers se ponen ya serios cf. James Bond muere
Hay un punto delicado en cuanto al final de ambos relatos. La fantástica máquina de teleportación diseñada y construída por Nikola Tesla —personaje que da un insuperable aire mítico a todas sus apariciones, en Priest gracias a la prosa del inglés, en Nolan a la figura de un dicenquesél David Bowie— en la película parece actuar más bien como una replicadora perfecta, que crea dobles idénticos de Angier en el lugar que se le indique. En el libro, en cambio, su efecto era más parecido a una teletransportación, pero que dejaba en el punto de origen una estela, una sombra recuerdo de lo que ahora ha aparecido en otro lugar. En el caso de las piezas de metal y las monedas de oro sí que parecían copias idénticas —pero menos pesadas—, pero con los seres humanos dichas reminiscencias eran figuras vacías e inertes de las que no es fácil precisar si estan vivas o muertas. Esta diferencia se une a la distinta intromisión de Borden en la última función: si en la película todo parece estar orquestado por Angier para cargarle con su asesinato, en el libro su intervención termina resultando fatal para la salud del mago en mitad del proceso de teletransportación y sirve de vínculo perfecto a la línea narrativa en tiempo presente para dar lugar a uno de los finales más melancólicos, sobrecogedores y sugestivos que uno ha podido leer. No voy a negar que me decepcionó que los hermanos Nolan hubieran incluído también esto en su paquete de cambios, pero no me inclino a arremeter demasiado contra ellos porque considero que su solución funciona a nivel narrativo, que a fin de cuentas es lo que importa, aunque una vez más opten por explicitar la tensión moral que asalta a Angier cada vez que utiliza la máquina —el tener que matar a un doble idéntico (o mejor, a sí mismo) está claro que es más problemático a primera vista que deshacerse de unas réplicas cadavéricas que no se mueven pero no se es del todo consciente de su condición—.

Todos los halagos que pudiera expresar sobre la labor interpretativa de Christian Bale —a la altura del Robert De Niro de la segunda parte de El Padrino— y Michael Cane, pareja que repite su estupenda compenetración —en la que hay mucho de relevo generacional entre actores británicos, tan mítico como el de Sleuth—, pecarían de evidentes y reiterativos. Ya nos lo esperábamos. La sorpresa ha sido ver al mejor Hugh Jackman, que parece que realmente sí va a ser alguien a tener en cuenta en el futuro. Los tres dan una lección maestra y desprenden carisma por los cuatro costados, lo cual en el caso de Bale y Jackman es más meritorio al interpretar a personajes tan atormentados y egocéntricos con una gran vehemencia y capacidad para alternar verdaderos momentos de ternura en lo que respecta a sus vidas familiares.

Si resulta que la participación de Jonathan Nolan en las dos mejores y destacadas películas de su hermano es tal garantía de calidad como parece, no pueden imaginarse las ganas que tengo de ver esa verdadera película definitiva sobre Batman que se nos avecina. Y si el cuarteto Nolan-Bale-Caine-Nolan se mantuviera a lo largo de más proyectos no me es posible creer la grandeza de todo lo que podríamos ver. Perdonen la eurforia, que me dura aún unos cuantos días después, pero vamos, con toda seguridad una de las películas del año y muy capaz de desarmar mi juicio crítico ante sus escasas carencias.

+ Max Renn · Refo · Freddy

jueves, enero 25, 2007

Parking Gag

Hay muchos motivos por los que considero American Dad un estupendo paraspin-off de Family Guy, con una personalidad propia y grandes posibilidades. De entre tantos, este es uno de los inapelables:



Ah, y cuando se me pasen los temblores les daré bien la lata con The Prestige, o la demostración de que la sinergia entre los hermanos Nolan es electrizante y nunca deberían abandonarla. Juntando dicha película a Maria Antonieta y Mujeres en el parque, no sé si me voy a atrever a ir al cine después de enero.

lunes, enero 15, 2007

Light(s) in the Dusk

Del sol quedaba un último, frágil segmento anaranjado. Lo vimos desaparecer detrás del perfecto borde del mar, envuelto en el halo que aún duraría algunos minutos. Y entonces surgió el rayo verde, no era un rayo sino un fulgor, una chispa instantánea en un punto como de fusión alquímica, de solución heracliteana de elementos. Era una chispa intensamente verde, era un rayo verde aunque no fuera en rayo, era el rayo verde. — Mi rayo verde · Julio Cortázar

Tendemos a asociar el momento del atardecer a un estado de melancolía e introspección, la necesaria reflexión ante el día que acaba y preludia su muerte con la refracción sobre nosotros de los rayos luminosos de su fuente de luz y energía. Por mucho que la noche entusiasme y atraiga por su misterio liberador, el ocaso representa un impasse en el que todo se cuestiona; una meditación del día sobre sí mismo antes de dar paso al inhóspito mundo nocturno. Por su lucha entre los últimos destellos de luz y el paso triunfante de la oscuridad, la nostalgia del pasado suele apoderarse del sentimiento humano tanto como la avidez por un futuro que se desea mejor que ese presente que se acaba. No obstante, lo que suele dominar es la pesadumbre; se tiende a potenciar el llanto por lo que se acaba más que la esperanza de lo que está por venir, pero es que los cambios siempre son vistos con temor –sobre todo sin son tan radicales: de la totalidad lumínica al todo cubierto por sombras–.

El western crepuscular se caracteriza por el cansancio de sus actores/personajes, la decadencia física de sus rostros y la profundización en la moral de sus acciones. Mirada al pasado y rechazo de un futuro en el que su figura de cowboy está condenada a desaparecer. Sé que por ahí andan Leone y Peckinpah con un buen puñado de obras maestras, pero siempre me ha atraído la fulminante estructura circular del Sin Perdón de Eastwood. Un último canto de cisne que, como vemos en la película, no dará ninguna respuesta a Mrs. Feathers sobre por qué su única hija se casó con... (etc.) 12 años después Eastwood retoma la misma estructura y la aplica a otro género enterrado y olvidado (impostura: superado) con idéntico brillante resultado. Por mucho que la amargura domine estos crepúsculos narrativos siempre hay un rayo verde, una última y efímera señal positiva, que deja filtrar sus pequeñas gotas a lo largo del relato y que suele estar basada en la amistad (el wild bunch, Bill y Ned, Frankie y Maggie), que parece ser lo único que queda –hasta Tommy L. Jones hace girar a su Melquiades en torno a esto–. Pero lo importante es que ese rayo fugaz está ahí.

Y la leyenda dice que si dos personas lo ven a la vez quedan automáticamente unidas la una a la otra para siempre. Es un momento mágico de descubrimiento, de amor, que precisamente solo puede pasar en el momento del atardecer. Si para algunos la fórmula de Kaurismäki se puede estar agotando a fuerza de repetir demasiado sus planteamientos, para quien mira por primera vez el sol finlandés en su atardecer no tiene la sensación de encontrarse ante un ocaso, sino más bien ante una manifestación del sol de medianoche. Pero como argumentalmente sí que se rinde al crepúsculo, no se le pueden negar su par de rayos verdes a lo largo del metraje, uno incluso ilusorio y acompañado de un travelling de acercamiento tan descolocado como bello.

Cambiamos de tercio y bajamos a la costa suroeste francesa: Delphine vive apesadumbrada buscando el rayo pero, sin poder evitarlo, bajando la mirada cuando podría tener la ocasión de verlo. Deja que la insignificante sombra de una visera en un mediodía de enero le nuble la vista. Contradictoriamente, se aisla en un atardecer contínuo mientras desea con todas sus fuerzas salir a la luz y el goce –y quien vuelva a decir que es imposible identificarse con los personajes de Rohmer merecerá que le corte las muñecas con la tapa oxidada de una farola–. Como casi todos los personajes rohmerianos, Delphine ve superados sus principios por las circunstancias durante el transcurso de la película pero, aquí sí a diferencia de lo que suele ocurrir con los protagonistas de las comedias y proverbios, el final abierto deja la posibilidad de que se haya producido una evolución en su forma de afrontar sus propios sentimientos. De todas formas, el corte a créditos se lleva toda respuesta para nosotros, como para Mrs. Feathers sobre su hija y para la hija de Frankie sobre su padre. Aunque el rayo está ahí. Cada uno lo encuentra casi sin darse cuenta, como Delphine, puede que sea en un atardecer visto desde la plataforma del Parque Güell, las escalinatas de la Piazza di Spagna, la playa del Aguilar o incluso la Plaza de Oriente. El caso es que, en algún momento, aparece.

Y ¿a qué viene hablar ahora de Bill Munny y Frankie Dunn en vez de comentar babear el delicioso y sexy cambio de look de Barbara Lennie? Pues no sabría explicarles muy bien una razón concreta, solo sé que me apasiona el nuevo y crepuscular nombre del blog de MariPili, muy acorde con el rumbo que están tomando las cosas por allí –personalmente considero que hoy ha alcanzado una de sus más altas cumbres, cita a Ozu incluída–, pero que, como podemos comprobar en cada una de sus enmarcables píldoras narrativas, nunca abandona el color verde aunque sea en la visión nocturna de una cámara de vídeo. Ese es el espíritu. Feliz lunes.

miércoles, enero 10, 2007

Let them eat cake


Si bien la propuesta de Sofia Coppola para su tercer largometraje, basado en la vida de la reina María Antonieta y ambientado a finales del siglo XVIII pero con canciones pop de los ochenta en la banda sonora, en sus magníficos trailers parecía ser más transgresora y heterodoxa de lo que finalmente ha resultado, no deja de suponer una deliciosa y muy disfrutable confirmación de su talento, que necesariamente iba a ser más que cuestionado tras el auténtico indie-boom que supuso Lost in Translation. En vez de lanzarse al delirio musical que algunos nos habíamos imaginado, tras un inicio con unos créditos fulgurantes –como Velvet Goldmine, esta es una película para ver con el volumen muy alto–, el armazón formal no evidencia una sumisión al manierismo, sino más bien, como en su anterior película, un acercamiento naturalista a unas imágenes recargadas sin embargo de belleza e intención estética. Y, por supuesto, un terreno abonado para el despliegue del gusto de la directora para el perfecto ensamblaje de música atmosférica con sus imágenes.

En cualquier caso, resulta evidente que Coppola ha querido retratar a la monarca francesa haciendo de la frivolidad y fama de derrochadora que acompañan a su figura histórica el leit-motiv tanto narrativo como conceptual de su película. Centrarse sobre todo en su adolescencia y juventud –fue coronada reina consorte de Francia con 19 años– le permite reincidir en temas sobre la desubicación juvenil ya tratados en sus dos obras anteriores, así como en las numerosas fiestas y ratos de ocio de la aristocracia, una combinación entre ligereza festiva y apesadumbramiento emocional similar a la experimentada por la solitaria Charlotte en Tokio y que propicia los momentos de verdadera brillantez de la película gracias al tránsito de una dimensión a otra y la irrupción de la música pop extradiegética destinada a a) subrayar y al mismo tiempo cuestionar irónicamente los sentimientos de los personajes b) hacer que el espectador se olvide todo marco histórico y simplemente se deje llevar por un espíritu de hedonismo atemporal. Sin embargo, esta acertada apuesta por la ahistoricidad del relato se ve empañada hacia el final del film cuando la ortodoxia del cine histórico empieza a intentar hacerse con las riendas de la narración: cómo hacer un biopic de María Antonieta sin hablar de la revolución francesa. Aunque la directora tiene el acierto de insinuar las revueltas de la multitud solo mediante voces y tumultos en off pretendiendo ser coherente con la óptica aristocrática practicada hasta el momento –aunque luego tenga lugar la secuencia más vergonzosa del film–, habría sido de agradecer algo más de atrevimiento por su parte, aunque sí es cierto que el relato se corta abruptamente y se omite el consabido primer plano con guillotina al fondo. Por lo tanto, aunque se le adivinan las buenas intenciones, un remate desacertado.

En cuanto a la forma, Coppola realiza todo un despliegue de su talento visual heredero de la publicidad, a la que demuestra no tener ningún reparo en citar explícitamente –momento BMW con María Antonieta balanceando su mano por la ventana del carruaje–, con imágenes bellas, coloristas, lumínicas y bucólicas. Dejando a un lado la cuestión que me asalta de por qué en el cine de mujeres como Sofia Coppola e Isabel Coixet se suele tildar automática y despectivamente a este tipo de imágenes de "anuncios de compresas" –si bien la catalana ha dirigido alguno que otro– y cuando las realiza un director, pongamos por ejemplo Ridley Scott, simplemente se le considera esteticista, la cámara de Coppola vuelve a demostrar una gran capacidad para captar ambientes más allá de los paisajes, ya sean las noches de Tokio o los jardines de Versalles, gracias a su acertado montaje y libertad de movimientos, lo que le permite obtener instantáneas de gran belleza sin necesidad de regodearse en planos estáticos.

Por último me gustaría mencionar la naturaleza personalísima e inevitablemente cool de un reparto, Kirsten Dunst aparte, lleno de caras "alternativas" pero pretendidamente reconocibles: Jason Schwartzman, Steve Coogan, Asia Argento, Molly Shannon, Judy Davis, Shirley Henderson, Marianne Faithfull... ¡si hasta sale Mathieu Amalric!; se trata sin duda de otro elemento, tan rococó como la corte de Versalles, que apuntala la buscada frivolidad de todo el conjunto. En definitiva, no estamos ni por asomo ante una película rompedora e iconoclasta pero sí ante un imperfecto ejercicio pop plenamente disfrutable como juguete de entretiempo, destinado a crecer en el recuerdo y que no se libra de arritmias y desajustes pero también ofrece un buen puñado de secuencias memorables y, por si fuera poco, uno de los momentos cinematográficos del año: el amanecer corriendo por los jardines y fuentes de Versalles, resbalando con el rocío de la hierba y tomando la última copa con Ceremony de fondo. Un dulce tan estiloso que es imposible que empalague.

A favor: Roberto
En contra: Noel · Max Renn